San Ignacio de Loyola y la Compañía de Jesús

Iñigo López de Loyola nació en la Casa Torre de Loyola en 1491, un año antes de que los Reyes Católicos, con la conquista de Granada completasen la reconquista de la península ibérica y de que Cristóbal Colón iniciase el descubrimiento de las Américas.

Iñigo, nacido como último vástago de una numerosa familia de nobleza menor, cuando tenía unos 17 años fue enviado a la casa del Contador Mayor de Hacienda de Castilla, Juan Velásquez de Cuellar, en Arévalo (Ávila), para abrirse camino en la Corte iniciándose en los secretos de la administración publica y en la carrera de las armas.

En 1516, cuando Iñigo tenía ya 25 años, su huésped y protector cayó en desgracia de Carlos I de España, fue desposeído de su cargo y de la tenencia del palacio real de Arévalo en que hospedaba a Iñigo, y poco después murió. Su viuda, no pudiendo dejar a Iñigo acomodado, lo presentó a su pariente, el Duque de Nájera, que era Virrey de Navarra, junto al cual Iñigo se asentó como gentilhombre de corte.

Durante un combate en Pamplona en 1521, Íñigo es herido en las piernas por lo que es trasladado a su casa de Loyola, para una recuperación larga y dolorosa. En el tiempo de convalecencia, lee el libro La vida de Cristo, del cartujo Ludolfo de Sajonia, así como las vidas de los santos, naciendo en él deseo de servir a Cristo.

Después de velar en Montserrat su sayo de tela de saco y su bordón de peregrino como sus nuevas armas, se retiró por 11 meses (mayo 1522 – marzo 1523) a Manresa donde, a partir de sus experiencias espirituales, empezó a elaborar ese método de búsqueda de la voluntad de Dios que es el Libro de los Ejercicios Espirituales.

En abril de 1523 Iñigo peregrinó a Tierra Santa, que estaba bajo el dominio de Solimón II el Magnífico. Impedido de permanecer en ella, y convencido de que podía hacer algún bien a los demás, comienza su tardía pero larga vocación de estudiante, que lo llevar a Barcelona, Alcalá de Henares, Salamanca y París. En esta última universidad, Iñigo, obligado a latinizar su nombre, empieza a llamarse Ignacio.

En torno a él se forma un grupo de 7 compañeros, que hacen voto de trasladarse a Palestina para ser allá misioneros o, si no logran ir allá al cabo de un año, ponerse a las órdenes del Papa. Pronto el grupo aumentó hasta 10.

Ordenados sacerdotes en Venecia mientras aguardan inútilmente la oportunidad de trasladarse a Tierra Santa, acaban cumpliendo la segunda parte de su voto y se ponen a las órdenes del Papa Paulo III, el cual en 1540 aprueba la Compañía de Jesús.

Ignacio es elegido por sus compañeros primer Superior de la Orden, y en los 16 años de vida que le quedan se dedicaría a gobernarla y a escribir sus Constituciones.

El estilo de su gobierno, y las Constituciones de la Compañía de Jesús que redacta personalmente, darán el perfil definitivo a la Orden por él fundada.

Cuando Ignacio de Loyola muere en 1556 con 65 años, la Compañía de Jesús fundada por él cuenta ya con un millar de jesuitas, que viven en un centenar de casas y colegios, distribuidos en 12 provincias religiosas.

En 1609, el Papa Pablo V beatificó a Ignacio y a Francisco Javier, el misionero del Lejano Oriente que era otro de los siete primeros compañeros. En 1622 el Papa Gregorio XV los canonizó.

Este es un apretado resumen de la aventura humana de aquel «soldado desgarrado y vano» que acabó convirtiéndose en el Fundador de la Compañía de Jesús.

La Compañía en números

Hoy, 18.000 jesuitas -presentes en 127 países y distribuidos en 85 provincias– continúan la obra de San Ignacio en todos los lugares a que la Iglesia los envía.

50 jesuitas en Uruguay y 150 en Argentina, forman la Provincia Argentino-Uruguaya.

Con una larga tradición educativa, la Compañía tiene 207 universidades, 472 instituciones de enseñanza Secundaria, 165 de enseñanza Primaria y 78 de Profesional o Técnica. En ellas trabajan 125.000 seglares y 4.000 jesuitas como educadores o administradores. Además, existen las Redes Educativas con 2.800 centros. El número total de alumnos se calcula cercano a los dos millones y medio.

El objetivo de la educación ignaciana es la formación de estudiantes que vivan una fe que reconozca la obligación de trabajar por la justicia en el mundo. Esta idea fue captada en la famosa frase del P. Pedro Arrupe, SJ (Superior General de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1983): «Hombres y mujeres para los demás». La frase encierra una característica esencial de la educación jesuítica: la formación de hombres y mujeres que dediquen sus vidas al servicio de otros, sobre todo de los que tienen mayor necesidad.

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